jueves, 28 de octubre de 2010

Mañana del 5 de Diciembre de 1999

Aprovechando el descuido de una mujer que dejó el coche en marcha para entrar en una tienda, subí en él, arranqué y enfilé en dirección hacia Madrid sin excesiva prisa y dejando detrás una leyenda más de las muchas que pueblan las calles toledanas.

El coche - gris, utilitario y con la suciedad justa para no llamar la atención – ha pasado completamente desapercibido entre el tráfico creciente que se precipitaba hacia el inmenso y vertiginoso agujero negro de la gran ciudad.

Mientras conducía y tamborileaba con los dedos sobre el volante he decidido variar cosas en mi nueva forma vida para seguir hasta el final. No las recuerdo todas pero volverán; siempre lo hacen.

Antes de entrar en Madrid he parado en una gasolinera con cajero automático. He sacado el tope que me permite mi tarjeta y, aunque sé con seguridad que siguen el rastro de la tarjeta o lo seguirán en un momento dado, el mío se perderá entre el inmenso mar de cemento de Madrid con almas aisladas a miles de millas de distancia como tablones a los que asirse.

Una vez he llegado a las proximidades de Madrid, y para minimizar riesgos de accidente en una ciudad que no conozco, he dejado el coche en una calle de Getafe y he tomado un tren hacia la capital.

He bajado en la estación de Atocha y deambulado por el Retiro hasta dar con una curiosa estatua llamada El Ángel Caído, al lado de la cual me he sentado a leer lo poco que me quedaba para acabar Cien Años de Soledad. Cuando lo he acabado me ha quedado una gran sensación de vacío, como si al cerrar las tapas el Gitano Melquíades dejara de pertenecerme.

El agradable y frío sol de diciembre me acariciaba la cara cuando, entre esos momentos de bienestar, se ha colado otra vez la insinuante idea de jugar con el azar. He dejado el libro en el banco y me he sentado en otro que había justo enfrente: Quien coja el libro no lo acabará.

Hay dos tipos de suerte: La buena de quien encuentre el libro, y la mala cuando te maten por encontrarlo. Al fin y al cabo Suerte y Muerte solo se diferencian en una letra.

Mientras espero que alguien coja el libro miro los reflejos del sol sobre el mármol negro de la estatua. Seguro que el Ángel Caído disfrutará de lo que va a presenciar.

Nuevo reto: Ha cogido el libro un tío de dos por dos metros y los andares torpes que tienen los que viven pegados a las máquinas de musculación.

Escrito en Madrid la mañana del 5 de Diciembre de 1999

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